Solimán López | Memoria, Identidad y Medioambiente

La obra de Solimán López se mueve inquieta a través de paisajes —físicos, tecnológicos y biológicos— investigando cómo codificamos la memoria, la identidad y nuestro impacto en el medioambiente. En los últimos años, sus proyectos lo han llevado desde el Ártico hasta el Amazonas. Lo entrevistamos.

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En los últimos años, los proyectos de Solimán López lo han llevado desde el Ártico hasta el Amazonas, dando lugar a piezas como Manifesto Terrícola, un manifiesto almacenado en moléculas de ADN dentro de una oreja de colágeno impresa en 3D y enterrada en un glaciar; Capside, que preserva el ADN de árboles locales en esferas de resina para crear un museo disperso en Colombia; e Invisible Pegaso, que imagina el uso de bacterias extremófilas y agua de glaciar para descomponer desechos electrónicos y orbitales.

Como fundador del Harddiskmuseum, un proyecto que cuestiona el valor y la preservación del arte digital al albergar todo un museo en un solo disco duro, López explora continuamente las intersecciones entre tecnología, naturaleza y memoria humana. Recientemente presentó su nuevo álbum Ear-thertz, un próximo lanzamiento que combina arte digital, sostenibilidad y música generada por IA al transformar secuencias de ADN en sonido.

En esta conversación, seguimos sus viajes y reflexiones sobre los NFT digitales, las complejidades de crear arte en medio de una crisis climática, la evolución del concepto de propiedad en una cultura digital, y por qué escuchar a los ríos o codificar arte en materia viva podría abrir nuevas formas de reflexionar sobre nuestro lugar en el mundo.

Entrevista con Solimán López

Recientemente presentaste algunas de tus últimas obras, como Manifesto Terrícola, Capside e Invisible Pegaso, creadas en lugares tan diversos como el Ártico, los Andes y el Amazonas. ¿Cómo fue reunir estos proyectos en un mismo espacio y compartirlos a través de un formato que combinaba arte digital, sostenibilidad y música generativa con IA?

Fue una colaboración con Siroco Artlab que vi como una oportunidad fantástica para apoyar esta nueva iniciativa en Madrid. Quise explorar cómo un espacio históricamente ligado a la música electrónica podía transformarse en un lugar abierto al arte digital. Presenté una selección de mis proyectos más conceptuales de los últimos tres años, desde Manifesto Terrícola hasta mi trabajo en el Ártico y el Amazonas — lugares a los que uno solo viaja impulsado por un interés muy específico. Sentí que era importante compartir estas experiencias en persona en Madrid, contar sus historias, transmitir lo que viví allí. Mostramos piezas digitales adaptadas a las pantallas del espacio, y además estrené un primer fragmento de mi nuevo álbum, que terminaré este verano: una sonificación de la secuencia de ADN utilizada para almacenar Manifesto Terrícola.

 

¿Puedes explicar cómo funciona la sonificación del ADN?

El ADN es una cadena compuesta por cuatro componentes (adenina, timina, citosina y guanina: A, T, C, G). Lo que hago es tomar esa secuencia, convertirla en una partitura y traducirla en sonido utilizando instrumentos. Esa partitura representa literalmente el Manifesto Terrícola codificado en ADN: el texto fue convertido en moléculas reales de ADN y almacenado en una oreja de colágeno que llevamos al Ártico. El álbum transforma esa secuencia en una experiencia sonora, permitiendo al público “escuchar” el manifiesto desde otra perspectiva, no verbal o textual, sino corporal y sensorial.

 

¿Qué carácter tiene tu próximo álbum Ear-thertz? ¿Qué tipo de experiencia sonora ofrece?

Es muy experimental, atmosférico y espectral, con momentos de percusión, otros más ambientales, y algunos fragmentos generados por inteligencia artificial a partir del texto del manifiesto. No sigue la lógica tradicional de la música contemporánea o melódica. La partitura es completamente orgánica, algo irregular y única, como el propio ADN.

 

En tu proyecto Invisible Pegaso hablas de conceptos como la biolixiviación como método para descomponer residuos electrónicos. ¿Podrías contarnos de qué se trata?

La biolixiviación es un proceso que descubrí, curiosamente, en Río Tinto. Allí, un fenómeno natural de oxidación vuelve el agua roja, relacionado con la extracción de metales pesados de los minerales. Es uno de los grandes hallazgos en la biominiería. Ciertas bacterias extremófilas tienen la capacidad de digerir materiales y separar metales de otros componentes. Normalmente lo hacen con rocas, pero el mismo proceso puede aplicarse a los plásticos que recubren el cobre en los circuitos electrónicos. Me pareció una metáfora especialmente potente para conectar con Invisible Pegaso, un proyecto que habla del deterioro de los glaciares, pero que también explora ideas de colonización y descolonización.

¿Cómo aparece esta idea de colonización en tu trabajo?

Viajé a Ecuador, al Chimborazo, el punto de la Tierra más cercano al sol, donde los hieleros, familias indígenas, aún extraen hielo glaciar de más de 6.000 años de antigüedad, que contiene oxígeno, microorganismos y datos atmosféricos. Verdaderas cápsulas de memoria geológica. Esta práctica, un legado del colonialismo, me llevó a reflexionar sobre cómo Ecuador también ha emprendido sus propios proyectos colonizadores, como el satélite CubeSat Pegaso. Tras solo tres días, se convirtió en desecho espacial, uniéndose a los más de 300.000 fragmentos que hoy orbitan nuestro planeta.

La metáfora que propongo es que, en el futuro, las bacterias extremófilas podrían ayudarnos a reciclar estos satélites, incluso utilizando agua de glaciar como medio de disolución, evitando que el Chimborazo se convierta en un volcán de cobre debido a nuestros residuos tecnológicos. Este proyecto, desarrollado junto a Andréz Zábal, dio lugar al documental Invisible Pegaso. The Extreme Satellite, una obra de bioarte, biotecnología y cambio climático, que estará disponible online en los próximos meses.

 

Muchos de tus proyectos funcionan casi como experimentos con una hipótesis inicial, donde el proceso parece tan importante como el resultado. ¿Cómo surgen estas ideas?

De muchas formas. A veces las oportunidades emergen directamente del territorio, como ocurrió con varios de mis últimos trabajos, impulsados por circunstancias de la vida o por personas con proyectos en esas regiones que me vieron como la persona adecuada para explorar ciertos temas. Luego están las intuiciones fuertes. Intuí que las bacterias extremófilas podían sobrevivir en glaciares, y lo confirmamos, o que era posible almacenar información digital en ADN glaciar de forma sostenible, algo que validamos científicamente utilizando colágeno. También existe el ADN ambiental, gran parte del cual flota en el aire, y lo que llamamos “ríos voladores”, liberados por los árboles al transpirar. Son intuiciones que el arte me empuja a verificar científicamente, lo que me lleva a involucrar a científicos y expertos de distintos campos para ponerlas a prueba.

Ahora busco que mi trabajo sea un ejercicio de 360 grados, que impacte en la ciencia, la sociedad, la ecología y, por supuesto, en el arte y la estética. Esto genera múltiples capas: desde lo técnico, que responde a la hipótesis, hasta lo visual, que me pertenece por completo, y lo ambiental, que atraviesa nuestra realidad cotidiana. De esta convergencia surgen proyectos orgánicos y abiertos, que no se cierran una vez expuestos. No creo obras que terminen en una serie de fotos o pinturas; al contrario, sigo revisándolas, desarrollándolas y reinterpretándolas con el tiempo. Tecnológicamente, permanecen vivas, lo que me permite mirarlas desde nuevas perspectivas a medida que pasa el tiempo.

 

¿Qué etapas suele implicar tu proceso creativo?

Normalmente empiezo con un tema que quiero explorar, buscando un elemento clave de nuestra sociedad que pueda funcionar como metáfora. En un viaje reciente a Puerto Carreño, en la frontera entre Colombia y Venezuela, encontré un río que se ha convertido de manera involuntaria en una línea geopolítica. Allí comenzó la metáfora: cómo un flujo natural se transforma en una barrera psicológica. A partir de ahí, busco lo que llamo “pivotes de pensamiento”. En este caso, eran dos torres eléctricas gigantes destinadas a conectar Venezuela y Ecuador, un proyecto abandonado por razones políticas. El cable sigue colgando sobre el río, y me imaginé convertir esa estructura obsoleta en una infraestructura simbólica.

Mi idea es usar una torre para sostener una enredadera con una baliza que recoja datos del río, alimentando una IA que genere un diálogo entre ambas orillas. Lo que se diga en un lado se amplificaría en el otro, permitiendo que el río hable por los dos pueblos. Ese es mi proceso: identificar un problema real, traducirlo en una instalación técnica y estructuralmente significativa, y darle forma como una obra con una lente sociopolítica. Con el tiempo, mis obras han desarrollado un lenguaje propio —cartas de color, diagramas, piezas audiovisuales, fotografía—, elementos que se repiten y definen mi práctica. Como en cualquier experimento, siempre hay espacio para el error; abrazar la incertidumbre y dejar que la obra evolucione es esencial.

En obras como Invisible Pegaso u Olea, reflexionas sobre el impacto humano tanto en el entorno natural como en el digital. ¿Qué papel juega la conciencia medioambiental en tu práctica artística?

Muchos artistas están abordando cuestiones medioambientales, pero creo que todavía lo hacemos de forma un tanto superficial. Me preocupa que se esté convirtiendo en un tema de moda en el arte contemporáneo, impulsado por un ecosistema institucional que premia hablar del clima, a veces sin una verdadera profundidad. El riesgo es que terminemos banalizando la crisis, especulando más sobre el discurso que sobre la acción en sí misma. Aun así, es urgente seguir trabajando en estas cuestiones. Más allá de los ciclos naturales del planeta, fenómenos como el calentamiento global o el deshielo son efectos claros de la actividad humana. Y va más allá: ya tenemos microplásticos en el cerebro, en los pulmones y en el esperma. No se trata solo de temperatura, se trata del enorme daño que hemos causado a los ecosistemas. Ya no queda mucho debate. El impacto es real y generalizado. En mi trabajo intento acercarme a estas cuestiones de manera creativa y con una mentalidad constructiva. La tecnología nos ha llevado a ciertos límites, pero también puede ayudarnos a comprenderlos, revertirlos o, al menos, darle a la Tierra una oportunidad de sanar. ¿Por qué no imaginar poner el planeta en pausa para que vuelva a florecer? Ese tipo de reflexión, que mezcla ciencia, ética y poesía, atraviesa piezas como Olea o Invisible Pegaso, donde trato de convertir el pensamiento crítico en una experiencia sensible, conectando arte, ciencia y conciencia medioambiental sin caer en el derrotismo.

 

¿Cómo encuentras un equilibrio entre el uso de la tecnología y el compromiso con la sostenibilidad?

Cada vez hay más iniciativas como Art of Change 21 que buscan una práctica artística más ecológicamente consciente. Pero encontrar el equilibrio es difícil. En el arte contemporáneo, dar forma a las ideas siempre tiene un impacto. El arte digital tampoco es inocente: consume enormes recursos. Y si no es digital, lo conviertes en una pintura, que implica materiales, transporte, almacenaje… todo deja huella. Además, hay algo autoritario en “poseer” una obra de arte. El artista crea un objeto que circula, se compra, se revende, reforzando lógicas capitalistas y globalizadas. Cuando se criticó el impacto medioambiental del blockchain o los NFT, pensé: ¿y cuánto contamina una feria como Basilea? ¿Cuántos vuelos, alfombras, pinturas y toneladas de madera requiere?
No hay respuestas simples. Intento pensar muy bien antes de actuar, aunque sé que es casi imposible evitar las contradicciones ecológicas. Es un ejercicio constante de equilibrio. Conozco artistas que han decidido no volver a viajar nunca, y lo respeto. Pero también me pregunto: ¿y si al no moverte pierdes la oportunidad de llegar a ciertos contextos o personas? Para mí, quedarse quieto es peor. Prefiero moverme con cuidado que no moverme en absoluto.

 

Has reflexionado sobre la identidad digital, la desmaterialización del arte y nuevos formatos como los NFT. ¿Cómo crees que está cambiando la noción de autoría y propiedad en este nuevo ecosistema digital?

Creo que los NFT han transformado profundamente el concepto de autoría y propiedad en el ámbito digital. Técnicamente, resolvieron problemas clave como la trazabilidad y la autenticidad, pero políticamente fueron muy deliberadamente atacados. Los bancos y gobiernos no tienen interés en que sus monedas sean desplazadas por un sistema que no pueden controlar, del mismo modo que muchas galerías presionaron contra un mercado que las dejaba de lado y amenazaba con sus amplísimos márgenes de beneficio en cada venta.

Aun así, pienso que los NFT volverán con fuerza, sobre todo cuando el euro y el dólar digitales se generalicen. ¿Y qué compraremos con esas monedas? Muy probablemente activos digitales. Además, el blockchain aporta algo crucial: transparencia, con registros abiertos que no convienen a las economías en la sombra que primero abrazaron este sistema no regulado. Al final, los NFT siguen ofreciendo una poderosa manera de dar valor, propiedad y circulación a lo intangible, aunque el arte y la especulación siempre atraigan oportunistas.

«Creo que los NFT volverán con fuerza, especialmente cuando el euro y el dólar digitales se generalicen. ¿Y qué compraremos con esas monedas? Muy probablemente activos digitales.»

Hace unos años lanzaste el Harddiskmuseum, un museo que existe en un disco duro. ¿Qué te llevó a desarrollar este proyecto? ¿Puedes contarnos más?

Hace unos años lancé el Harddiskmuseum. El proyecto nació de la necesidad de dar valor a lo digital y reflexionar sobre lo intangible, aquello que realmente sostiene nuestras vidas —la salud, el amor, las sensaciones, la música— y que, sin embargo, a menudo queda relegado en sociedades obsesionadas con lo material. Lo digital comparte esa misma naturaleza: no podemos tocarlo, pero existe y nos afecta.

También me interesaba cuestionar quién controla el “lienzo” del artista digital. A diferencia de un pintor, que posee su lienzo, el artista digital crea en dispositivos y servidores que no le pertenecen. Entonces, ¿dónde se almacena realmente el arte digital? ¿Cuál es el museo del siglo XXI? Así nació la metáfora del disco duro, elegido también por su estética high-tech que recuerda a edificios como el Pompidou o el Guggenheim. Con el tiempo llevé el concepto aún más lejos. En 2019 almacenamos todos los metadatos del museo en una molécula de ADN, creando una copia de seguridad orgánica que convierte la “materia gris” del artista en ADN sintético que guarda la memoria del disco duro.

 

Para terminar, mirando hacia el futuro, ¿en qué proyectos estás trabajando actualmente y qué nuevas exploraciones te gustaría seguir en la intersección entre arte, ciencia y tecnología?

Ahora mismo estoy trabajando en proyectos que exploran cómo dar “voz” a los ríos a través de la inteligencia artificial, para trascender las fronteras geopolíticas que la propia naturaleza no reconoce. También estoy investigando, mediante la computación cuántica, cómo podría ser el “hombre de Vitruvio del futuro”, modelado por el cambio climático y otras fuerzas que hoy están transformando nuestras sociedades.

Además, estoy preparando un ensayo artístico sobre el espacio exterior y el espacio interior del planeta, utilizándolo como metáfora para repensar la Tierra y la forma en que la habitamos. Me interesa especialmente recuperar el conocimiento ancestral en América Latina, convencido de que en realidad no estamos inventando nuevas tecnologías, sino reactivando saberes antiguos. Por eso quiero desarrollar un programa académico que conecte estas sabidurías ancestrales con las tecnologías actuales, de modo que todo lo que creemos esté fundamentado en el respeto a la Tierra y a nuestra historia humana compartida.

+ Words:
Belén Vera
Luxiders Magazine Contributor

+ Images:
© Courtesy by Solimán López

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